Convertir a Portugal en monocultivo de eucalipto fue un desastre. Y los últimos incendios no hacen más que recordárnoslo

La noche del 17 al 18 de junio de 2017, 156 fuegos se declararon por toda la geografía de Portugal. Solo recordaremos uno. El que una causa aún desconocida provocó en Pedrógão Grande, al sur de Coimbra. En cuestión de horas, las llamas se descontrolaron: el municipio ardió como una cerilla.

Y la gente escapó.

Cuarenta y siete personas se montaron en sus coches y tomaron la EN 236-1 con la idea de llegar lo más rápido posible a la autovía más cercana, la IC8. No sabían que sería una trampa mortal. 30 de los cuerpos se encontraron dentro de sus coches y los otros 17 aparecieron desperdigados por la zona mientras intentaba encontrar un camino que los alejara del incendio.

¿Qué había pasado? Eso fue lo primero que se preguntó una sociedad portuguesa totalmente en shock. Algunas respuestas eran evidentes: el país vivía una terrible ola de calor y, en los últimos días, la humedad ambiental estaba bajo mínimos y las temperaturas estaban siendo históricas. Todos los índices de riesgo de incendios estaban por las nubes.

Pero eso no explicaba todo. “Si bien parece que el fuego no podría haberse evitado […], su voracidad sí”, decían los analistas en aquel momento. Y todos los ojos se dirigieron rápidamente al mismo sitio: a los eucaliptos.

Ese problema llamado eucalipto. Los montes que rodean aquella zona del país estaban formados en un 90% por eucaliptos. Y no era algo extraño: según los datos de 2011, entre Portugal y España se repartían el 7 % de la superficie mundial de plantaciones de eucaliptos. De hecho, según algunos índices, la república lusa es “el país que más porcentaje relativo de territorio dedica a su cultivo en el mundo”.

Y eso no sería un problema si estas especies no tuvieran una relación tan complicada con el fuego. Pero la tiene.

“Es como una explosión”. Como explicaba Irene Larraz, “durante años se ha culpado a los eucaliptos de los fuegos que han sufrido Galicia y Portugal”. En Portugal, la idea de que “cuando [el fuego] llega al eucalipto, es como una explosión” puede leerse después de cada incendio. Hay razones para ello.

Lo que conocemos como eucalipto (y que, en realidad, son más de 300 especies distintas) es un árbol paradójico. Por un lado, arden muy rápido (por la hojarasca, por los aceites altamente inflamables que producen, etc…); por el otro, son pirófilas: están adaptadas para sobrevivir al fuego.

¿”Pirófilas” es sinónimo de “pirómanas”? No, lo cierto es que no. No tiene nada que ver. La planta pirófila más conocida en los bosques mediterráneos es el alcornoche (de donde extraemos el corcho) y nadie lo relaciona con los incendios.

De hecho, como explicaba Juan Picos, profesor de selvacultura de la Universidade de Vigo, “decir que el eucalipto arde más que otras especies de árboles no es verdad”. “La especie no suele ser el problema. […] La importancia y la propagación de un incendio tiene que ver normalmente con la estructura. Y la estructura depende de la especie, el lugar y la gestión que se hace de ella.”

El caso del eucalipto es muy claro. “El eucalipto se comporta como una eficaz barrera contra el fuego cuando es muy joven, porque tiene una hoja muy verde y arde mucho peor porque tiene alto contenido en agua. Sin embargo, cuando es adulto y no se ha hecho ningún mantenimiento, precisamente porque permite que pase mucho la luz, tiene mucho matorral alrededor y acumula mucha biomasa que, en condiciones secas, pueda tener una mayor ignición”, decía Picos.

Causas y azares. “Lo que sí es cierto — concluía el profesor de ingeniería agrícola — es que, en circunstancias de abandono, con gran acumulación de biomasa, el eucalipto, el pinar y todas aquellas especies que precisamente se plantan porque generan mucha biomasa arden con más intensidad”. El problema es la gestión, la ordenación y el control.

El problema de Portugal va más allá del eucalipto. Aunque, por supuesto, el eucalipto tiene mucho que ver. El asunto de fondo es que el modelo forestal está completamente roto: la “península vacía” es una realidad cada vez más inamovible y la despoblación, la falta de oportunidades y la pérdida de las prácticas comunitarias de gestión del espacio solo ahondan el riesgo.

El monte se convierte solo en número en una hoja de cálculo y los modelos de gestión se vuelven cada vez más ‘hiper-intesivos’ y ‘extrativistas’. En este sentido, no deja de ser curioso que el aumento de cultivo e inversión sea el síntoma más claro del olvido de la montaña. Un olvido que es “el enemigo número uno en la lucha contra los incendios”.

Imagen | ESA Earth Observation

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por
Javier Jiménez

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